Trazar genealogías: el diseño como herencia consciente
A veces, entender una obra arquitectónica no requiere una nueva mirada, sino una más larga. Una que no se detenga en el autor ni en la fecha de construcción, sino que retroceda, que se sumerja en todo aquello que la hizo posible: los referentes, las decisiones heredadas, el contexto histórico, los gestos acumulados, las tensiones no resueltas. Una mirada que reconozca que toda arquitectura es, en el fondo, una conversación.
Este texto nace de un ejercicio universitario que proponía rastrear la genealogía de un arquitecto específico. No para hacer una biografía ni un homenaje, sino para entender cómo el contexto, las referencias y las influencias —técnicas, culturales y personales— terminan moldeando un lenguaje proyectual. Elegí a Félix Candela, convencida de que ya conocía su obra. Pero pronto entendí que lo visible —sus cubiertas delgadas, sus parábolas hiperbólicas— era solo la superficie de una red mucho más profunda.
A medida que avanzaba en la investigación, emergieron capas: su formación con Eduardo Torroja, el impacto del exilio tras la Guerra Civil Española, su integración al proceso de modernización mexicana, su alianza con los hermanos Rangel, los vínculos familiares que lo llevaron a Estados Unidos, y sus influencias más lejanas —como la lógica estructural de las bóvedas históricas o los patrones orgánicos de las conchas marinas— que, sin parecerlo, se traducían en geometría, en atmósfera, en lenguaje.
El ejercicio no fue solo un estudio de su obra. Fue también una manera de desarmar los mecanismos detrás de lo que solemos llamar “estilo”. Al observar proyectos como Los Manantiales (1957) o el Oceanográfico de Valencia (1996), encontré no solo una forma repetida, sino una tensión: ¿hasta qué punto una geometría puede reaparecer sin volverse fórmula? ¿Qué decisiones persisten, incluso cuando todo alrededor cambia? ¿Y qué nos dice eso del proceso creativo?
Mirar una obra desde sus influencias no la hace menos original; la vuelve más comprensible. Más legible. Más humana. Nos permite reconocer que detrás de cada trazo hay una historia. Y que el verdadero poder del diseño no está en evitar influencias, sino en saber desde dónde proyectamos. En decidir qué heredamos, qué transformamos y qué elegimos dejar atrás.
Y también está lo otro: eso que no puede nombrarse tan fácilmente. El gesto que no está en los planos. La idea que atraviesa generaciones y reaparece sin anunciarse. La atmósfera que una estructura convoca aunque no tenga ornamento. Eso que no se copia ni se dibuja, pero que se transmite. Porque en toda genealogía también hay algo intangible: una intuición, una sensibilidad, una manera de mirar y habitar el mundo.
Diseñar, después de este ejercicio, ya no es lo mismo. Porque ahora sé que cada gesto proyectual carga consigo otros gestos anteriores. Que toda forma tiene memoria. Y que lo que se hereda no se copia: se interpreta.